domingo, 16 de julio de 2017

Volver

Hernán era de una inteligencia dura, lógica, por momentos áspera. Respondía a cánones de razonamiento impiadosos, y si algo no le cerraba te lo decía sin mayores rodeos, te soltaba el asunto en la cara y se acabó.
Lo cierto es que asistíamos otra vez al horroroso crimen en Luján, tan lejos de nuestro pueblito y ocurrido hace ya tantos años... Había pasado de boca en boca, de libro en libro, y ahí estábamos todos, regodeándonos con detalles que a veces inventábamos con tal de tener algo de protagonismo en las interminables cenas en lo de mis abuelos. Todos querían agregar algo al remanido asunto del triple disparo, la escalera curva y el doble techo que fascinó a investigadores y policías durante décadas. Yo -de puro discreto- no dije nada esa noche porque sabía que Hernán intervendría tarde o temprano, no mucho después de que empezara el relato del célebre asesinato de los Aguirre.
Era tercer día de nieve, hubo asado, locro y grapa como en casi toda esa época.
Ladino, deslicé el tema cuando respiré que la noche se caía y -como siempre- la palabra inicial la tuvo el abuelo.
Era un momento que se había ganado porque nadie iniciaba el relato como él. Incluso recuerdo esa pausa de grapa breve y respiración entrecortada, que era lo menos que semejante historia se merecía. A partir de ese momento no había interrupción posible, ni en la misa de los domingos se palpaba así el silencio.
El abuelo se tomaba todo el tiempo para describir a los personajes, a las víctimas y daba tres o cuatro pautas de las que nadie podía salirse sin faltarle el respeto: los nogales afuera de la casa, los caballos robados y la necesaria complicidad del comisario con algún que otro robo en la zona que dejaba pasar por alto a cambio de algún retorno. Así marcaba el viejo el inicio del relato, y recién a los diez o quince minutos empezaban a tomar la palabra los demás. Creo que a esa altura ya no había un orden preestablecido, pero los más chicos hacíamos silencio hasta que nos guiñaban o nos daban un pie para meter bocado.
A nadie se le escapaba que Hernán era el invitado esa semana, de modo que todos trataron de lucirse en el relato, como si fuera la primera vez que lo contaban.
Creo que fue cuando hablaba mi primo Ezequiel que Hernán hizo la primera pregunta. A nadie se le movió un pelo, porque cada tanto los invitados querían saber más detalles del episodio sangriento y de las traiciones, de modo que le contestaron con cortesía y un cierto desinterés. Pero yo sabía que Hernán empezaba a tejer la tela de arañas lógica a la que nos tenía acostumbrados y que su pregunta más que de curiosidad pasajera era el indicio de un castillo de abstracciones y reglas inmutables que pacientemente armaba. Su tono educado cayó bien en la familia, y el relato entonces  siguió en boca de otros. Yo contaba los segundos para escuchar la siguiente pregunta de Hernán, que no tardó en llegar. Alguien del fondo le contestó con autoridad y así siguieron con nuevas grapas y entusiasmo, desgranando detalles sobre asunto del techo doble -que era un momento exclusivo de mi abuela- y los odios enfermizos entre los pobladores de Luján y los Aguirre, que no hacían mucho tampoco por hacerse querer.
Hernán, con toda calma y decisión fue preguntando detalles que jamás nos habíamos cuestionado. El clima empezaba a ponerse tenso pero como mi madre conocía mucho a los padres de Hernán había una especie de código de no agresión flotando en el aire y él pudo seguir con su metódico cuestionario. Yo me relamía porque sabía que tarde o temprano iban a llegar las incoherencias en la historia y las discusiones. En efecto, en el episodio del primer disparo aparecieron respuestas contradictorias y un cierto malestar familiar en un grupo que repentinamente se veía humillado por un chico de catorce años, que con tres o cuatro preguntas hacía temblar todo el relato del asesinato. Vi con placer como aparecían en la cena dos o tres libros que relataban el suceso y que eran consultados con enojo frente a las incisivas preguntas de Hernán. Casi a las cuatro de la mañana, cuando toda la plana mayor en mi casa caía rendida ante las inconsistencias de la historia mi abuelo me miró con reprobación y con un gesto de él entendí que jamás lo podría volver a traer. Me llamó aparte y - para mi sorpresa- le dijo a Hernán que se acercara. Él obedeció en silencio y mientras notábamos que todos se ponían los abrigos para irse en medio del enojo y el desánimo, el abuelo tomó la palabra.
-Me imagino que tu amigo es de la zona... - empezó sin mirarlo. 
Después respiró profundo y siguió
- Vos ya sabés lo importante que es esta historia para nosotros, el tiempo que llevamos llenando las veladas con el asunto, y que  todos más o menos la conocemos con buen detalle.
Hizo otra pausa. Hernán permaneció mudo.
- Hay momentos en la vida en que conviene no hacer más preguntas - sentenció.
Se terminó la grapa que le había acercado mi abuela, corrió la silla como para volver a la cabecera de la mesa, y nos dio la espalda.
Sentí vergüenza por Hernán y le hice una seña para que nos fuéramos a la pieza.
Desde aquella vez nunca más se contó la historia del asesinato en la casa de mi abuelo. Sé que alguno cierta vez lo intentó, pero se ganó una mirada de reprobación inmediata.
Hernán, por supuesto, no volvió a pisar la finca de mi abuelo, y yo me gané la desaprobación general durante varios veranos.
Pero yo sabía que las preguntas eran de una lógica irrebatible, que el asunto de la escalera curva y el segundo disparo no podía de ningún modo explicar con mínimo sentido común a las corridas por los pasillos y la muerte del mayor de los Aguirre (antes que los demás) en el primer piso de la casona.
Hernán se ganó mi respeto esa noche, a pesar del silencio de mi abuelo, del enojo de mis hermanos y la reprobación de mi padre. La única que me acompañó con la mirada cómplice fue mi madre, que con total discreción siguió las preguntas de él esa noche y que -ya muy viejita- me confesó que la mamá de Hernán, su íntima amiga, había insistido en que nos conociéramos, en que él pasara el verano con nosotros y en que -si aparecía otra vez el tema- llenara de cuestionamientos el relato del asesinato hasta hacerlo trizas, porque eso y sólo eso le permitiría vivir de una vez en paz, destruir el mito de esa masacre en Luján y dejar entrever que quizás el episodio no fue tal, que por más que quedara impreso en libros y diarios amarillistas de la época llegaría una noche de justicia en que Hernán Aguirre, directo descendiente de las víctimas -tanto como su madre- se encargaría de rebatir la historia al punto de borrarla de la misma historia, y de lograr que yo viajara obsesionado un tiempo después hasta Luján e inútilmente intentara averiguar entre los perplejos lugareños por un episodio sangriento que desconocían, episodio que lenta e casi imperceptiblemente fue desapareciendo de los libros, de los diarios y de la memoria de la gente, hasta, por último, jamás existir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario