viernes, 14 de julio de 2017

Un gran secreto

Lucía, a pocos metros de donde vanamente intento escribir un policial, aprende a leer. Ha traído al living (lo que yo pensaba un refugio para aislarme) al menos cinco libros para niños y repite en voz alta frases simples, pero que me aturden y se mezclan con este intento de relato. “Leo trabaja la loza”, dice. Y no puedo evitar empezar a pensar en Leo, su posible historia, su familia. “Así todos los días”, declama Lucía, “…los sábados un buen descanso. Elsa tiene un gran secreto”, añade. Y después de unos minutos mi incipiente relato policial del Buenos Aires del siglo XX se tiene que remitir con resignación a Leo, a Elsa y al resto de los elementos que Lucía tira al living con total desconsideración por mi escasa concentración.
Ahora se enoja, incluso, por no poder pronunciar algunas palabras y mientras tanto a mí no me queda más remedio que entender que todos ellos serán los dueños de la trama, que Lucía -en rigor- me está dictando el relato.
“Todo el reino enlu.... remiendo”, arriesga. Intento abstraerme y no permitirle meter en estas letras más personajes ni escenarios, pero es una batalla silenciosa que ella gana sin siquiera saberlo. Por ahora, sin renunciar al género, sé que tengo un previsible asesinato durante una noche cerrada en pleno centro de la ciudad, y que Elsa seguramente está por pagar con su vida algo que Leo no le perdona, o que intentará no perdonarle.
Pero aquí se derrumba todo, porque mientras advierto que él sale de su taller en busca de la venganza tan deseada y ella camina despreocupada porque aún queda algo de luz en la ciudad de los tranvías, prefiguro que el policial, para dejar algo de paladar en los lectores tiene que terminar con un charco de sangre, sombras furtivas escapando de la escena, el cuerpo al día siguiente en la primera plana del diario de la tarde y muchas almas en pena. Entonces entiendo que Lucía es la única que puede cambiar el curso de las cosas, que del mismo modo que Leo y Elsa son hijos de su lectura incipiente, el buen final también obedecerá a alguna palabra al azar que decida pronunciar en voz alta. 
Pero advierto que ya es tarde...la impaciencia de los niños, hija de las máquinas y de esta locura cotidiana, ha hecho el resto: ahora se le ha ocurrido escribir un cuento y solo me interrumpe para preguntarme “si castillo va con doble l”, lo cual no me sirve de nada. Leo entretanto desaprueba cualquier intento de cambio y se dirige -lleno de resentimiento cuyas causas desconozco- hacia la esquina donde sabe que ella pasará con su vestido de flores azules que algún otro seguramente le compró. Hago una pausa para permitirle a la niña decir algo que me permita salvar a Elsa, pero sólo me llega el silencio porque está concentrada en su propio relato. Me resigno entonces a las últimas frases. Elsa me sospecha, aterrada, y sigue caminando por la vereda desierta, resignada a su destino....el luctuoso destino que se asoma por sobre el atardecer que ya es noche, y hace una mueca de ironía.
Con pesar noto que Lucía se ha ido del living en medio de una pelea con su hermana y cualquier esperanza se diluye. Los últimos pasos son cada vez más sonoros: Leo y Elsa cumplen cabalmente con su lógica de esquina policial. La sangre femenina ya se prepara para desparramarse. El relato exige venganza, muerte y detectives. Elsa me mira implorando piedad pero entiende que no soy nadie en esta trama. Leo avanza despreocupado los últimos metros y ya levanta en su mano derecha el arma asesina. 
Desesperado, apenas tengo tiempo de especular con dejar de escribir esta historia, pero la fatalidad se impone. Asisto, unos minutos después, al cuerpo inerte, al momentáneo silencio de la urbe, a los pasos huidizos.
Me resigno al cruento final, dejo la máquina de escribir y busco entre los libros de Lucía a los personajes que azarosamente pronunció. Me conmueve verlos en otra historia, como amantes apasionados… Leo trabajando la loza, Elsa con su vestido de flores azules, y su gran secreto.

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