martes, 22 de enero de 2019



Juegos

Ya no había manchas de sangre y la escena del crimen casi había desaparecido. Es exagerado aseverar que ni siquiera a la familia le interesaba la resolución del asesinato, pero lo cierto es que la vida sigue y la insistencia del comisario Andrade producía incomodidad y por momentos irritaba. Es verdad, de todos modos, que nadie había dado con pistas respetables y que los diarios del lugar -salvo en el aniversario del tiroteo – apenas recordaban el hecho. 
La señora Rimey -por décima vez en el mes- le abría la puerta a Andrade y en ese tenso cruce de miradas ella le dejaba entender que ya era suficiente.
-Me manda el fiscal - improvisaba a veces el comisario para darse fuerzas y seguir imponiendo autoridad. 
Se sentaba lentamente en la hamaca gris y sacaba su vieja libreta para constatar que las cosas permanecían en su lugar. Dibujaba como un autómata una y otra vez el sitio, llenaba de flechas y croquis la escena y procuraba pensar lo que pudo haber ocurrido aquella tarde de otoño, una tan calma como cualquiera, en la que nada parecía ocurrir hasta que dos disparos cegaron la vida del señor de la casa. 
Esa tarde los niños jugaban en la pieza contigua y desconcentraron al comisario, pero con buen tino intuyó que hacerlos callar era demasiado. En medio de la desazón por perder la concentración no tuvo más remedio que dejarse llevar por los disparos infantiles. Entonces lo vio claro: algunos datos que desplegaban los niños tenían una extraña semejanza con el asesinato que él hacía años investigaba infructuosamente. Buscó la última hoja de la libreta y empezó a anotar cada uno de los muertos que describían los niños, las circunstancias y emboscadas que inventaban para liquidar a los demás. Anotó palabras, explicaciones y teorías, y creyó entrever que en realidad el segundo disparo nunca había existido, y que eso había confundido a los vecinos que en su momento habían atestiguado. 
Despreocupados, los niños seguían en su mundo contando cómo fue que el asesino de su juego lograba escapar por dentro de la casa burlando a los policías sin dejar rastros. Andrade -atravesado de la emoción- iba desplegando en su libreta cada detalle del crimen infantil. Pero en el instante final, cuando estaba por aparecer la identidad del escurridizo asesino llamaron a los niños para tomar la media tarde. 
Obedientes, no pronunciaron una palabra más y dejaron la escena desierta. El comisario desesperó pero decidió no interrumpir la armonía familiar para no ser descortés. Prefirió esperar hasta que terminaran de merendar con la esperanza de que continuaran el juego. Pero al volver cambiaron de pasatiempo y dejaron inconcluso el crimen. 
Andrade confirmó que así perdía para siempre la posibilidad de resolver el misterio. Al despedirse, vencido, le dijo a la señora Rimey que esa era su última vez. 
Ella asintió sin pedir explicaciones, y -quizás- sin sorpresa. 
Así, mientras los niños volvían a llenar el lugar de gritos y juegos la mujer le entregó al comisario una extraña sonrisa, cerrando firmemente la puerta de madera, en medio de una tarde calma de otoño.