lunes, 21 de agosto de 2017

Perder

Cuando me traigan la cuenta esta historia habrá terminado. Pagaré con discreción y revisaré nuevamente las caras de los comensales del bar procurando que ninguno sospeche de mí. Sé bien que no deberían siquiera imaginar lo que he vivido, pero aún me tiemblan las manos y no quiero dejar el menor resquicio de algo anormal en mi aspecto.      
Repaso mis últimos minutos en la Clínica de la esquina y trato de garabatear en este cuaderno lo que acaba de partir mi vida en dos, así sin más. 
Héctor era uno más en la cuadra. Alguna vez incluso fuimos amigos cercanos, según recuerdo. 
Todos sabíamos que tarde o temprano conseguiría un empleo y que su vida no sería ni más ni menos que la de cualquiera de nosotros. Cierta vez me recomendó el Fausto y creo que una colección policial. Esa charla fue nuestro último contacto antes de que me fuera del barrio. Supe que anduvo un tiempo con Liliana -mucho después de que terminara mi noviazgo con ella-, de modo que decidí perdonarlo de algún modo cuando llegué a visitarlo a la Clínica. 
Mis días de periodista en San Telmo me alejaron mucho tiempo del Tigre de mi infancia y recién volví cuando me enteré del cáncer de Héctor. Ahora entiendo que también vine para reencontrarme con los de la cuadra y -quizás- saborear el gusto del triunfo cuando me preguntaran por mi vida. Pero no hubo mucho de éso, la verdad. Apenas éramos cuatro o cinco y la madre, Doña Helena, perdida siempre en sus rezos y en el diálogo casual con las vecinas que venían a darle sus condolencias. 
Los médicos eran pesimistas y el lúgubre silencio de ese nosocomio de barrio apenas si daba para insistir por la vida del pobre Héctor. De algún modo todos habíamos decidido que muriera, y que sólo era cuestión de tiempo. Su jefe, dueño de una pequeña empresa, apenas si apareció a visitarlo un par de veces. No me costó entender que ya había algo entre él y la novia de Héctor. Doña Helena incluso me lo confirmó con una mirada lacerante cierta tarde de viernes, al despedir a la novia.
El almanaque era impiadoso y me di cuenta que la enfermedad de Héctor era degenerativa cuando su rostro empezó a mutar en algo pálido, blanduzco y lleno de imperfecciones. Preferiría omitir detalles morbosos, pero también quiero que se entienda cómo a través de los días el rostro y el cuerpo de Héctor se desgajaban en algo desagradable, con escaras, por momentos inhumano. De a poco los ocasionales visitantes fueron dando excusas para dejar de ir. No quise saber demasiado de las explicaciones que cada uno ensayaba y al ver a la madre sufrir ante semejante abandono decidí esperar el final, aún a riesgo de llevarme en la retina hasta qué punto es capaz una enfermedad de terminar con alguien. Incluso me pareció notar que la propia madre venía algunas horas menos por día, pero -claro- no le dije nada.
El jueves por la noche era evidentemente el final. No había que saber mucho de medicina para entender que de ésa ya no pasaba. Me incomodó no ver llegar a la madre puntual a las 8 como cada jornada, y me resigné entonces a ver morir un hombre. Allí, en medio de una clínica de barrio, se produciría el evento más común e inevitable de la historia de la humanidad, y yo sería su único testigo. Me acomodé en el sillón viejo que me acercaron los enfermeros, me cubrí con el saco y miré por última vez a Héctor, que ya no era ni parecido a quien yo alguna vez conocí. Opté por dormitar hasta que llegara el momento irreversible y distinguí los tacos de la madre acercándose por en el pasillo, recién cerca de las 11.  Ella no quiso entrar a la habitación y entendí que ya no podía verlo así. Le hice una seña a través del vidrio sucio y me miró con la calma de quien sabe que ya todo termina. 
El primer gesto extraño de Héctor fue a las dos de la mañana. Me susurró desde su cama algo que no entendí, y si bien al acercarme logré descifrar que necesitaba que lo pusieran de costado, advertí en su cara algo parecido a un gesto nuevo, distinto, como de alguien con pómulos más anchos y cara levemente redonda. La oscuridad no me dejaba inspeccionar demasiado y lo acomodé como pedía. Luego me despertó -cerca de las cuatro- para que le alcanzara un vaso de agua. Noté su voz más firme y sin los balbuceos a los que ya nos había acostumbrado. Al pasarle el vaso se incorporó sin tanto esfuerzo, lo que al mismo tiempo me reconfortó y extrañó. Intenté avisar a la madre a través del vidrio pero constaté que dormía profundamente. Volví entonces a mi sillón especulando con que la mejora era quizás esa leve sensación de vitalidad que a veces experimentan quienes están por morir, una suerte de despedida que la naturaleza le brinda a los que agonizan. 
Recién a las seis y media desperté. La enfermera me alcanzó un té con galletitas mientras abría la ventana para dejar pasar el sol de la mañana. Se fue sin decir palabra. Con asombro confirmé que Héctor, aparentemente más repuesto, me miraba sonriente. Advertí sus pómulos grandes -ahora sí a plena luz- y junto con eso, todavía en medio de imperfecciones, ciertos rasgos que me parecían nuevos: la frente más ancha y los ojos menos separados. Me hablaba con buen ánimo, sobre todo para agradecerme que hubiera pasado la noche con él. De inmediato quise despertar a la madre pero en cuanto me asomé al pasillo noté que la mujer se había ido. Imaginaba su emoción al regresar y comprobar ver que su hijo, evidentemente, estaba mejorando. Estuve un rato en el pequeño buffet de la clínica mientras curaban a Héctor y me permití después de eso fumar en la vereda para de paso esperar a los muchachos de la cuadra. Pero al rato nadie aparecía y volví a la habitación.
Lo visitaba una mujer que hablaba con él y le tomaba la mano y a quien yo no había visto antes. Héctor seguía de mejor aspecto y aproveché un control de los médicos para preguntarles por esta recuperación. Se excusaron  con no sé qué urgencia aunque parecieron no entender bien de qué les estaba hablando. A las diez ya me preocupó la ausencia de la madre y caminé las dos largas cuadras que nos separaban de su casa, pero nadie atendió. Una vecina me confirmó que la había visto salir temprano rumbo - según creía- a la clínica, como hacía todas las mañanas desde hacía meses. Volví resignado y cuando entraba en el pasillo decidido ya a despedirme de Héctor para volver a mi trabajo noté que su habitación, además de la mujer (que parecía haber tomado control de la situación) se había llenado de amigos que yo nunca había visto. Entendí -con nostalgia- que después de la infancia uno construye una vida separada de los amigos de la cuadra, y me sentí aún más ajeno que nunca a la situación. Opté por buscar mi abrigo apoyado en el sillón y noté que Héctor, algo distante, me extendía la mano para saludarme. En ese instante advertí que su cara ya casi no era su cara, y que su voz había mutado en algo áspero y grueso, alejada por completo a la que yo le escuché toda la vida. Los amigos hicieron un silencio incómodo, y entendí que estaba de más en esa habitación. Consternado, volví a la casa de su madre pero otra vez esperé en vano que alguien me atendiera. Esta vez ni siquiera la vecina salió a aclararme nada.
Caminé confundido y asustado hasta este viejo bar, y empecé a garabatear estas pocas líneas que al menos logran calmarme un poco. 
Pido otro café y espero con paciencia ver aparecer la silueta del larga distancia que me llevará otra vez a la ciudad, a la rutina y la normalidad.  
Sé que era Héctor el de anoche. Y que lo vi agonizar durante días enteros. Sé también que en algún momento fui -junto con su madre- el que tenía autoridad en esa habitación, y que de a poco me lo sacaron todo. 
Pero estoy cansado.
Arrugaré estas hojas, que seguro terminarán en la basura antes de que tome el micro, y de a poco intentaré volver a mi normalidad.
Lamentaré todo el viaje de vuelta -eso sí- haber perdido a Héctor.

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