lunes, 18 de mayo de 2015

Medio llena

Mi vida tampoco es algo digno de elogios, es cierto..., pero no sé..., llegar a lo que ha llegado el viejito ése es algo que no podría soportar. Sólo de pensar que cada noche su única compañera es esa botella de tinto en esta gigantesca Buenos Aires me llena de impotencia. Pero bueno…, las ciudades le oprimen a la gente el corazón hasta el límite, y cada uno hace con su vida lo que puede. Lo que más me llama la atención es el asunto este de los jueves, lo de la bandeja con el mantelito rojo. No puedo entender de dónde saca plata para el traje y para el Malbec 84 que siempre pide..., pero Don Jorge, el patrón, dice que cada uno tiene sus cosas, y que mejor respetarlo y dejarlo tranquilo mientras pague.

Retengo nítidamente la primera vez: nos llamó con un suave ademán a su mesa, explicó bien el asunto y luego aclaró que nunca más hablaría del tema. Me molestó que se hiciera el enigmático, pero parecía tener todo muy claro: jueves por medio él mismo pasaría a buscar por el mostrador la botella en la bandeja con un mantelito rojo y desde ese instante no quería interrupciones de ningún tipo. Sólo cuando por su propia voluntad se levantara de la mesa se terminaba el asunto, de modo que cualquier intervención mía como mozo quedaba anulada: él iría siempre hasta la caja a pagar (me dejaba buena propina, por raro que parezca). Sacó entonces un billete de los grandes y mandó a comprar la caja de Malbec que por supuesto habría que guardar y separar para que la fuera tomando solo él.
Nunca dijimos nada, pero los jueves tenían algo especial en el Café. Con el patrón no podíamos dejar de observarlo, y nos incomodaba mucho cuando empezaba a hablar solo, gesticulando sin la menor vergüenza y a veces levantando bastante la voz. Los demás clientes lo miraban y muchos se reían, pero nadie decía nada.
De algún modo lo cuidábamos, porque siempre fue muy respetuoso y no molestaba a la gente. En los interminables silencios yo intuía que el patrón lo observaba de un modo particular, como con una agudeza que le permitía percibir detalles especiales que a los demás se nos escapaban. Varias veces quise preguntarle sobre el pasado del viejo..., si lo conocía de antes y cosas así, pero sé bien que no le gustaba hablar demasiado... De todos modos, si uno sabía mantener el silencio, de a poco soltaba algunas cosas..., y bien sabía yo que esos jueves, con semejante personaje a la vista, era posible enterarse de algo interesante.
La espera, que duró mucho, valió la pena. Con ayuda de algunas copas me dijo lo del amigo del viejo que había muerto, y que con él cada tanto se sentaban en esa misma mesa y discutían sobre arte, literatura y cosas interesantes, aunque a veces lo cansaban porque se quedaban hasta muy tarde. Yo me moría por preguntarle más detalles, pero sabía que era inútil. Finalmente, lo de la muerte del amigo fue todo lo que supe. Lo cierto es que el viejito acaparaba nuestra atención por la convicción y tranquilidad con que cumplía todo el ritual.
El tiempo fue pasando y una noche nos dimos cuenta que sólo quedaba la última botella, y hasta la mitad. Aunque decidiera beber con moderación, esa noche debía ser, lógicamente, la última. No comentamos nada del asunto, pero sabíamos que bien podría no volver más. La botella, la bandeja y los demás esperábamos ávidamente a que dieran las diez de la noche para verlo llegar. Por suerte no había mucho movimiento en el Café. Creo recordar en la radio algo de Piazzolla, muy de fondo. De repente entró, dejó el abrigo en la silla y se acercó donde estábamos. Levantó la bandeja y antes de enfilar para su mesa miró la botella con detenimiento.

- ¿Usted... la ve medio vacía o medio llena…? – me preguntó sorpresivamente, con un dejo de enojo que no alcancé a comprender, como si quisiera enseñarme algo evidente.

No pude decir nada. Lo miré a él y a la botella varias veces. Decidió irse a la mesa antes que le contestara alguna tontería para salir del paso.
Cambié de lugar en el mostrador, ubicándome lo más cerca que pude de su mesa, en una esquina con poca luz. Estaba angustiado por su pregunta y entendí que necesitaba algunas respuestas para mi propia vida. El patrón no me decía nada. Suavemente, afinando mucho el oído y aprovechando el silencio del Café, empecé a adentrarme en lo que el viejito balbuceaba. Era extraña la fluidez con la que parecía estar hablando con alguien. Los cortes, las interrupciones y los gestos daban toda la idea de que en esa silla vacía había alguien contestándole. Cerré los ojos y por un momento me pareció asistir también a lo que le decía su interlocutor. Pero eso duró apenas unos instantes: fue abrirlos y otra vez volver a la realidad de los clientes que llegaban, el apuro de los pedidos y al trajín de esta incansable ciudad, que pareciera no querer darme paz ni un instante...
No hay caso..., mi entrañable Madrid no da respiro, y así me imagino que serán todas las grandes ciudades... Y aunque le he dicho al dueño que me permita estar cerca del tipo unos minutos porque me da curiosidad cuando empieza a hablar solo, sé que el poco tiempo que alcanzo a paladear sus frases argentinas le cuestan al restaurante algunos clientes malhumorados y todo un desajuste en la atención de las mesas.
Todo lo que saben del tipo acá fue que se vino desde Buenos Aires luego de la muerte de un amigo de toda la vida. Habla muy poco con la gente y se sienta, jueves por medio, siempre en la misma mesa. Nunca le han dicho nada por temor a interrumpirlo. Le hemos cobrado cariño, y lo miramos con la ternura de quien asiste a la interminable soledad, a la locura..., al último recurso de quien a falta de alguna compañía no tiene otra opción que ponerse a hablar solo.

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