sábado, 21 de noviembre de 2015

Discusiones

He decidido reconsiderar el plan de Eduardo, mientras miro su tumba. El frío me quema la cara y los pocos álamos mendocinos no ayudan a parar el viento del sur. Maldigo mi falta de coraje en aquellos tiempos y sé que ahora, sin Eduardo, todo será más difícil. Me arrodillo para dejarle unas flores y de paso para ver si me susurra algo.
Nada. Estoy solo.
No quiero volver a mi casa, a la rutina espantosa y al ruido del teléfono que no me deja escribir en paz. Intuyo que por aquí cerca debe haber un café o algo parecido para pensar un rato.
La noche se acerca y se burla de mis planes. Eduardo sigue muerto y no me da pistas.
Me recluyo entonces en el frío del auto y trato de acompañarme con un poco de radio.
Me duele este domingo como nunca antes. Los guardias del cementerio me miran con desconfianza pero no pienso mover el auto.

- Abríme que hace frío - reclama Eduardo mientras golpea con los nudillos la ventana del auto, ya empañada.
Obedezco con desgano.
Se acomoda sin mayores comentarios y me mira como pidiendo permiso para encender un cigarrillo.
- Ni se te ocurra- le gruño.
Un rato después no podemos evitar volver -como desde hace años- a la misma remanida discusión. Le pido que por favor no grite y que deje las flores fuera del auto.
- Son tuyas- aclara. Al que le gustan las flores en la tumba es a vos, ya te he dicho.

De a poco nos acercamos al tema de fondo. Insiste con mi herida de bala, con que el auto es de él y los mismos repetidos argumentos. Levanta la voz y me pone de pésimo mal humor.
Me bajo para no escucharlo. Tomo las flores del piso mientras vuelvo a sentir el dolor, el pecho caliente y la sangre en la camisa.
Eduardo espera unos minutos a que me resigne y tome fuerzas... Entonces prende las luces para ayudarme a ver el camino.
Los guardias -claro- no me perciben.
Llego cansado a la tumba y trato de repensar el plan original. Era impecable, no entiendo qué puede haber salido mal.
El frío y los álamos siguen como en una postal inconmovible que me entristece aún más.
A lo lejos escucho el ronquido del auto, alejándose con Eduardo adentro.
Quizás él tenga razón después de todo.
Y mientras la noche se apodera del cielo, maldigo otra vez mi mala suerte.

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