domingo, 22 de mayo de 2016

Reunión

En la montaña se esconden secretos que mutan en leyenda las noches de fogón.
Yo supe de la reunión cuando era chico. Mi abuelo había insistido en llevarme al puesto de la precordillera. Aún recuerdo el gesto reprobatorio de mi madre, pero una autoridad que seguramente le daban los años terminó por sumir a mi padre en un silencio aprobatorio que me vio al día siguiente arriba de una camioneta, y luego sobre el caballo más manso del puesto.
A la noche estábamos, fogata mediante, escuchando historias y pasando el mate. Yo podía adivinar que cada uno era dueño de un relato, y sabía que la mujer del final de la ronda se guardaba algo fuerte. Ni siquiera la luna -imponente esa noche- se robaba mi atención. La mujer dio un sorbo largo al mate y tomó la palabra: "Mi bisabuelo era el militar del pueblo. Le habían encargado, antes que nada, protegernos de los malones. Era su obsesión. Había organizado a los hombres para hacer guardia en turnos permanentes y a las mujeres para tener todo listo si venía un ataque. Cada uno sabía cuál era su misión en caso de semejante estampida, pero durante años absolutamente nada ocurrió. Algunos empezaron a pensar que los indígenas habían emigrado más al norte o que sencillamente renunciaban a sus ataques a cambio de algo que nadie podía siquiera intuir. Una noche mi madre, sin que él lo advirtiera, lo siguió por la montaña en medio de la tupida oscuridad. Llegó silenciosamente atrás de una gran loma y ahí asistió al parco encuentro ente dos hombres. El abuelo sacó una bolsa y la entregó al cacique, intercambiaron mínimas palabras y se saludaron. Los caballos, incluso, parecían reconocerse. Mucho tiempo después, en su lecho de muerte, mi madre se animó a preguntarle por aquella noche. Él le devolvió al principio un gesto contrariado, pero luego le confesó con apenas un hilo de voz que negociaba así la paz de cada año. Mi madre entonces le preguntó aterrorizada que harían en adelante, pero él ya no lograba escucharla. Murió observando el rostro inmóvil de su nieta. Esa misma noche ella fue hasta el lugar que le dictaba su infancia. Pero nadie llegó. Luego de una hora de espera entendió que algo se había quebrado con la muerte de su abuelo, y que sólo quedaba esperar lo peor. Prefirió no decir nada en el pueblo para no espantar a la gente, pero se ocupó de recordarles a todos sobre el peligro de los malones. Más de uno relativizó la advertencia. Tardó pocos días en llegar el primer ataque, que fue brutal. Murieron muchos y ella se transformó en adelante en la jefa natural del pueblo. Decidió entonces que la interminable espera de los ataques era tan odiosa como insensata. Propuesta a terminar con semejante locura instigó a todos para atacar a los indígenas en un golpe certero y definitivo. Tardaron varias semanas en planificarlo. Más de uno tenía la venganza ardiendo en los ojos. Cuando por fin estaba todo listo, intuitivamente fue -en medio de la noche- al lugar de la antigua reunión. La estaba esperando alguien que se presentó como nieto del viejo cacique, y de quien irremediablemente se enamoró a las pocas palabras. Él, con sabiduría, podía entrever el inminente ataque de la venganza pero también el temor en lo ojos de mi madre y - paradojas del destino- ofreció algo a cambio de evitarlo.
La mujer terminó ahí abruptamente el relato y pidió otro mate. El fuego se apagaba. Más de uno me miró y advirtió mi enorme curiosidad por el desenlace. Pero me ganó la vergüenza y permanecí en silencio. Mi abuelo, cómplice, señaló la luna y me dijo que ya era tarde, que nos fuéramos a dormir. Creí notar entonces en la extraña y profunda sonrisa de la mujer algún rasgo milenario.

Al día siguiente volvimos con el abuelo, y nunca más hablamos de aquella noche.

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