jueves, 2 de febrero de 2017



56 SUR



La medida de las cosas es siempre la medida de las cosas, y poco importa la pobre incidencia de un viaje - un sencillo, un cotidiano viaje en micro- desde una esquina del centro hasta mi casa en el sur... Menos importa aún la sensación de que el tiempo es lineal, y de que mis cuarenta y ocho años han tirado por la borda con cuarenta y ocho años de cosas que jamás fueron, que se quedaron para siempre fuera de este micro,... este micro que, en cambio, si soy yo, sí es mi presente de regularidades, de cosas concretas y palpables,... sobre cuatro ruedas obedientes que van desde una esquina en el centro hasta mi casa en el sur.

Tampoco importa que ella suba ahora, como desde siempre, los dos escalones que hay hasta el chofer, y hasta esa posibilidad oscura e irreal que me hiela los huesos,... dos escalones listos para impulsarla en un salto sobre el tiempo, cayendo directamente en mi humanidad sorprendida, indefensa, y víctima de su propio orden.

Las señoras de negro que tengo enfrente, pobres, jamás imaginarían, desde sus mundos pequeños de chismes y decadencias, que ella está por voltear otra vez la secuencia ordenada de todo, causando un desastre horroroso y abismal en este cincuenta y seis quejoso que nos lleva a nuestros hogares (esta tumba errante, cómplice de lata de las cosas diarias...). No saben nada las señoras, definitivamente no saben nada... Ni tampoco el tipo de al lado de ellas, ni los chicos que viajan atrás...

Entonces, sí, ella avanza.

Pero nada puedo hacer para evitar la trizadura de esa delgadísima capa de realidad que cubre todas las cosas... Se me acerca en pasos lentos, graves, pesados, casi como cumpliendo una condena impuesta. Yo la espero en silencio, rogando que el orden se imponga de alguna manera otra vez, y que esto sólo sea otra estúpida jugada de mi imaginación de mal escritor... (porque   todo   bien   podría  acabar   en   risas   cómplices,  en recuerdos mutuos, en certezas de lo bien que la pasamos, de aquel noviazgo de juventud, de que nunca te olvidé, pero miráme ahora, que ya estoy vieja y con chicos, te acordás, qué lindos días pasamos, qué cosa, cómo pasa el tiempo, y vos cómo estás).

Pero yo sé bien que ella no se detendrá jamás en ese momento inerte, mediocre y cómodo que ayuda a empujar el tiempo hacia adelante. Entonces me resigno, y le hago el espacio de siempre. Y otra vez el juego de las miradas cruzadas, de los pactos ocultos, de los sueños truncos. Otra vez el juego, y entonces ella, que se sienta muy a mi lado... mientras los demás pasajeros del cincuenta y seis viven ese caótico instante como uno más, y siguen hundiéndose en su tiempo congelado, con relojes, mañanas y ayeres inapelables.

Tiemblo como una hoja, como todos los días a esta recontra maldita hora, y vuelvo a entregarme indefenso al ritual, a la demencia, a los roles, al espanto. Y ella se sienta, me toma la mano, me besa, me cuenta lo de siempre, que su flor preferida es el clavel, como ése que llevo en el saco, pero qué casualidad, besándome adolescentemente, apoyando la cabeza en mi hombro, tratando con el alma que el micro nunca llegue a la esquina, a esa esquina en la que el tiempo, disgustado, pone todo nuevamente en su lugar, y vuelta entonces a los tres hijos, y al esposo de tanto tiempo, y a la casa de tantos años inútiles...

Esos largos y absurdos treinta años después de un amor que quizás nos dejó mal... un poco inciertos, un poco difusos. Como con miedo al tiempo...

El mismo miedo dulce y grave a este pasado extraño, y cada vez más borroso... Y a la suave demencia de tener que tomar siempre el cincuenta y seis.

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