56 SUR
La medida de las cosas es
siempre la medida de las cosas, y poco importa la pobre incidencia de un viaje
- un sencillo, un cotidiano viaje en micro- desde una esquina del centro hasta
mi casa en el sur... Menos importa aún la sensación de que el tiempo es lineal,
y de que mis cuarenta y ocho años han tirado por la borda con cuarenta y ocho
años de cosas que jamás fueron, que se quedaron para siempre fuera de este
micro,... este micro que, en cambio, si soy yo, sí es mi presente de
regularidades, de cosas concretas y palpables,... sobre cuatro ruedas
obedientes que van desde una esquina en el centro hasta mi casa en el sur.
Tampoco
importa que ella suba ahora, como desde siempre, los dos escalones que hay
hasta el chofer, y hasta esa posibilidad oscura e irreal que me hiela los
huesos,... dos escalones listos para impulsarla en un salto sobre el tiempo,
cayendo directamente en mi humanidad sorprendida, indefensa, y víctima de su
propio orden.
Las
señoras de negro que tengo enfrente, pobres, jamás imaginarían, desde sus
mundos pequeños de chismes y decadencias, que ella está por voltear otra vez la
secuencia ordenada de todo, causando un desastre horroroso y abismal en este
cincuenta y seis quejoso que nos lleva a nuestros hogares (esta tumba errante,
cómplice de lata de las cosas diarias...). No saben nada las señoras,
definitivamente no saben nada... Ni tampoco el tipo de al lado de ellas, ni los
chicos que viajan atrás...
Entonces,
sí, ella avanza.
Pero
nada puedo hacer para evitar la trizadura de esa delgadísima capa de realidad
que cubre todas las cosas... Se me acerca en pasos lentos, graves, pesados,
casi como cumpliendo una condena impuesta. Yo la espero en silencio, rogando
que el orden se imponga de alguna manera otra vez, y que esto sólo sea otra estúpida
jugada de mi imaginación de mal escritor... (porque todo
bien podría acabar
en risas cómplices,
en recuerdos mutuos, en certezas de lo bien que la pasamos, de aquel
noviazgo de juventud, de que nunca te olvidé, pero miráme ahora, que ya estoy
vieja y con chicos, te acordás, qué lindos días pasamos, qué cosa, cómo pasa el
tiempo, y vos cómo estás).
Pero
yo sé bien que ella no se detendrá jamás en ese momento inerte, mediocre y
cómodo que ayuda a empujar el tiempo hacia adelante. Entonces me resigno, y le
hago el espacio de siempre. Y otra vez el juego de las miradas cruzadas, de los
pactos ocultos, de los sueños truncos. Otra vez el juego, y entonces ella, que
se sienta muy a mi lado... mientras los demás pasajeros del cincuenta y seis viven
ese caótico instante como uno más, y siguen hundiéndose en su tiempo congelado,
con relojes, mañanas y ayeres inapelables.
Tiemblo
como una hoja, como todos los días a esta recontra maldita hora, y vuelvo a
entregarme indefenso al ritual, a la demencia, a los roles, al espanto. Y ella
se sienta, me toma la mano, me besa, me cuenta lo de siempre, que su flor
preferida es el clavel, como ése que llevo en el saco, pero qué casualidad,
besándome adolescentemente, apoyando la cabeza en mi hombro, tratando con el
alma que el micro nunca llegue a la esquina, a esa esquina en la que el tiempo,
disgustado, pone todo nuevamente en su lugar, y vuelta entonces a los tres
hijos, y al esposo de tanto tiempo, y a la casa de tantos años inútiles...
Esos
largos y absurdos treinta años después de un amor que quizás nos dejó mal... un
poco inciertos, un poco difusos. Como con miedo al tiempo...
El
mismo miedo dulce y grave a este pasado extraño, y cada vez más borroso... Y a
la suave demencia de tener que tomar siempre el cincuenta y seis.
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