domingo, 5 de febrero de 2017

VECINOS


Y otra vez tener que mirar de reojo, así como distraído, a la señora de la izquierda,... tan desvencijada, tan desarmada, con olor a cigarrillo y a rouge, a sudor cansado... La verdad es que sus cincuenta y tantos eran más que suficientes para descartarla como opción salvadora en ese momento.
La secretaria del vestido blanco, en cambio, estaba bastante mejor, pero pobre, con la cara de susto que llevaba encima costaba mucho encararla para iniciar cualquier conversación.
Me sentí solo.
Los demás éramos hombres... unos siete u ocho. No quise detenerme a contar con exactitud, supuse que ya no valía la pena. Todo pasaba bastante rápido, se escapaban algunas sonrisas de resignación, y en general permanecimos callados.
Alcancé a pensar en varias cosas, pero mis vecinos más inmediatos, la cincuentona y el viejo parco de saco gris, me desconcentraban con sus caras extrañas, sus gestos incomprensibles. Era raro tener que asociarlos a mí en ese viaje que habíamos emprendido juntos... Ese grupo me enojaba, me parecía terriblemente arbitrario e injusto, pero no tenía más chances... Supongo que ellos tampoco, y no los culpo si mi pinta de introvertido no les cayó bien. Es cierto que he sido siempre antisocial, y en situaciones tan pasajeras como ésa, (no más que una convivencia compulsiva y molesta propia del siglo XXI) prefiero tratar a la gente lo mínimo indispensable y borrarla de mi memoria rápidamente...
Pero aquella vez era especial, no sé..., ese aquelarre de expresiones extrañas se agolpaba en un desfile desorganizado y violento, segundo a segundo, al compás de mis ojos ansiosos, que querían abarcar rápidamente todo el lugar y todas las muecas.
Los demás tipos no parecían conocerse entre ellos. Creo que eso me reconfortó. De otro modo me hubiera sentido bastante más solo. 
Nos  faltaba  poco  para  llegar,  y  empecé a pensar que sería irreversible, y que estaríamos allí tarde o temprano.
Confieso que a mí no me quedaba mucho por hacer ya con setenta y seis años sobre las espaldas, y me sentí bastante liviano de equipaje. María y los chicos se repondrían bien después de enterarse, confiaba mucho en ellos y los recordé en paz... pero se me ocurrió pensar que quizás los demás estaban repentinamente tirando por la borda con muchas cosas propias, y que eso los torturaba o los llenaba de culpas. Hasta en la cincuentona pensé, y de algún modo sentí lástima también por ella.
Estábamos muy apretados, pero eso lo noté recién al final, cuando supe que ya no podría salir de allí.
La incomodidad nos agobiaba, pero mantuvimos un extraño silencio que jamás me voy a poder arrancar de la memoria.
Los últimos instantes sé que fueron de deseos enormes y de pobres resignaciones. Pude notarlo en sus miradas.
Finalmente, unos treinta segundos después del inicio del viaje, del que recuerdo sólo sonrisas amables y saludos educados, el ascensor que tomamos en el piso once se destrozó violentamente contra el subsuelo.
Y sentimos, acaso, el raro alivio de no tener que mirarnos más. 

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