lunes, 11 de abril de 2016

Ruidos

Uno nunca sabe cómo se agitan los dados dentro del cubillete, no hay modo de calcular cuántos golpes se darán entre sí en medio de la oscuridad y la agitación hasta que la mano -por fin- los deje salir hacia el  paño verde. No alcanzan las invocaciones divinas para Don Ramírez, que ha jugado su casa y un importante monto de dinero en esta última partida. Las respiraciones siguen contenidas, el sudor corre por varias caras tensas. Es la última jugada de la noche. El otoño, afuera, es implacable en su silencio. Nada parece interrumpir el momento de la verdad, del todo o nada. Sólo Dios sabe que el interminable golpeteo de los choques y los dedos que ya comienzan a abrirse darán como resultado recuperar la casa y doblar el dinero apostado. Pero Ramírez escucha entonces, como todos los demás, el fuerte sonido del viejo tren que se acerca. Eso desconcentra a la dueña del cubillete, que instintivamente cierra la mano y decide agitar unos segundos más los dados. Ahora el resultado es otro, ya no hay casa, ni dinero. Don Ramírez ve que se desmorona la única chance de mejorar su vida y cae desconsolado. Todo se irá derrumbando a medida que la noticia llegue a la familia y los amigos. Sólo Dios sabe que antes del inoportuno sonido del tren los dados habían decidido darle una chance.
Pero ya es tarde para lamentos.
Y el tren se aleja, indiferente, con esa monotonía que lleva a todos lados.

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