lunes, 5 de marzo de 2018

La orden



El tiro fue seco, al corazón. De inmediato el viejito cerró los ojos. Tenía la boca apenas abierta, y casi no se quejó.

Las botas del asesino sonaron duras y pesadas. El sol se ponía, y el frío lo ganaba todo en aquel rancho perdido en la pre cordillera.

Fue una muerte gradual, silenciosa. Don Juárez no dudó en demorar su partida unos veinte minutos hasta asegurarse que lo había mandado para el otro lado. A pesar de la sed atroz, decidió por respeto no ir a buscar agua mientras lo veía morirse. No es de señores ocuparse de otras cosas cuando un hombre fallece. Decidió venerar de pie esos minutos.

El caballo se incomodó cuando lo vio aparecer, en una especie de extraño relincho. Don Juárez lo montó algo nervioso, a pesar de sus años de experiencia. Se secó la frente, respiró profundo y de un golpe preciso obligó al animal a iniciar la marcha de regreso.

La orden recién cumplida le nublaba la mente. No podía creer que lo había matado, pero a la vez seguía sin dar crédito a la historia que alcanzó a balbucear el viejito, de modo que por momentos, en la larga vuelta, se jactaba de no haberse dejado convencer, y cierto orgullo de militar eficiente le llenaba el pecho.

Todavía tenía gusto a tinto en la boca y para borrarlo prendió un puro. No quería parecer desgreñado en su reunión con el Superior, y si todo salía bien era probable ganar un ascenso o al menos una jubilación para vivir tranquilo los últimos años.

Resonaron en su interior algunas frases del General días atrás: “No quiero demoras..., Juárez, ni historias raras ni lloriqueos. Entra al rancho y me lo liquida sin vueltas. Ese tipo es peligroso y la patria se lo agradecerá algún día. En la pulpería le dan el pago que hablamos y acá no pasó nada... Vamos, Juárez..., rápido. La orden viene de arriba y están nerviosos porque me he demorado unos días en encontrarlo a usted.”

Sólo dos lunas pasaron hasta que la noticia inundó el pueblo y las viejas empezaron con las conjeturas y los chismes. Es cierto que el pobre viejito bajaba poco a la pulpería, pero cuando lo hacía, parco y silencioso, algunos rastros de militar de rango -que dejaba ver su vestimenta sucia-inspiraban en la gente respeto, o quizá miedo.

 Los días pasaban. Cada vez más se recluía en la soledad de su hogar sin otra ocupación que un rato de lectura o algún whisky por las noches. Sin duda, su última misión era evitar la curiosidad de saber a quién diablos había matado, y porqué. Una batalla contra sí mismo que debía ganar cada día. De algún modo el General se lo había advertido con ese “y olvídese del asunto, Juárez”, que por las noches rebotaba entre las paredes de su pieza. Ni siquiera podía intuir de quién se trataba, pero por las facciones del que dio la orden y el clima enrarecido del Cuartel aquella tarde, era evidente que estaban cortando el queso grande. Se sabía parte de una operación importante, y sin embargo no podía siquiera acercarse al nombre de su víctima.

Los años hicieron un lento trabajo en la mente y el corazón de Juárez. El dinero cobrado le sirvió de mucho, y bien administrado logró rendir sus frutos. Todo parecía cerrar en su mente de militar en ocaso: ayudar a la patria en decenas de batallas y liquidar a un viejo solitario sin que nadie sospechara de él en el pueblo..., vivir cómodamente su última etapa y ser reconocido en toda la Provincia como un gran hombre de armas.

El destino fue piadoso con él y se lo llevó de este mundo en medio de esa paz que sólo logran las preguntas silenciadas a tiempo.

La alcurnia y tradición  que Mendoza reconoció a los Juárez fue bien llevada por todas las generaciones de la familia, hasta nuestros tiempos. Y el orgullo por sus antepasados llevó a uno de ellos, médico y aficionado a la historia, a rastrear su linaje hasta dar con Don Juárez y sus proezas patrióticas. Cumplía en verdad con un racconto que el diario de la ciudad le pidió sobre su antepasado ilustre. Invirtió casi una semana en la tarea y redactó un minucioso informe de todo cuanto pudo recabar. Con cierta vanidad lo entregó para su publicación. Sólo le quedaron por leer un par de libros que juzgó menores, casi perdidos al final de la biblioteca familiar. Uno de ellos, que le denunciaba su memoria infantil, recopilaba curiosidades y leyendas populares. Recuerda con nitidez haber escuchado a su abuela leerle una y otra vez las historias. Eran versiones extrañas. La que más le intrigaba era aquella de que en la nómina oficial de bajas de la Batalla de San Lorenzo no aparecía ningún Sargento Cabral, lo cual resultaba muy llamativo por haber sido su más célebre mártir. Su abuela le condimentaba el relato diciendo que las viejas del campo completaban la historia de Cabral en las noches de fogón. Decían que lo encontraron malherido, pero por sucias intrigas militares y envidias de dudoso origen, lo obligaron a esconderse en la montaña. La condena al destierro era de por vida, y bajo promesa de no develar jamás su identidad. Amenazas terribles le aseguraban la seriedad de la orden. No mucho tiempo después, parece, alguno que tomaba decisiones no quiso más incertidumbre. Y, según cuenta la leyenda, una tarde de invierno lo mataron a sangre fría.

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