viernes, 23 de febrero de 2018

Chess

El anonimato de los juegos por internet... el impulso de un partido de ajedrez a la mañana sabrá Dios contra quién, alguien que enciende su notebook a no muchas cuadras de allí, pensando que quizás está jugando contra uno de Finlandia o de París. Pero no, resulta que la casualidad los ha encontrado en el éter del ciberespacio pero comparten la panadería del barrio, y a veces los pocos estacionamientos de la zona. Ahora empieza la partida, y el hombre entrado en años sabe que una victoria será su única alegría en todo el día, porque las cosas en su casa no andan bien y con la esposa no se hablan desde hace tiempo. El de la notebook en cambio, sin muchas lides en el ajedrez juega relajado desde su cama mientras ve cómo sale el sol y termina su café. Extrañamente, el hombre entrega la dama en una movida inocente y llena de impericia. El chico aprovecha y lo acorrala. Sabe que será difícil salir de esa encerrona para su rival y le da otro sorbo despreocupado al café. 
Todo se desmorona. El hombre intuye que en poco tiempo le darán mate y que ha sido su culpa. No se permite el error, como tampoco se permite esa vida llena de nada, de rutina, de silencios insoportables. Sabe en su intimidad que algo ha terminado para siempre. Tres jugadas después ha caído vencido irremediablemente ante un principiante que -no muy lejos de allí- se prepara para su paseo en bicicleta de todas las mañanas y hasta considera averiguar más sobre el ajedrez ahora que ha vencido a su rival anónimo con tanta facilidad. 
Ninguno de ellos sabe que ha jugado el partido de su vida.
Mientras sube a la bicicleta el joven cree escuchar un disparo a pocas cuadras, justo ceca del recorrido que hace a diario, y se apura para curiosear. Sabe además que queda por allí la casa de esa morocha inalcanzable que todas las tardes lo ve pasar mientras pasea al gran danés. La ha visto entrar a esa pequeña mansión más de una vez, aunque ahora las ambulancias y los patrulleros le impiden ver si la que llora en brazos de su madre es ella o alguna otra. No sabe -por ahora- que por un buen tiempo no la verá, pero que una tarde la notará triste sentada junto a su perro, se animará a hablarle con alguna excusa y ella -recién cuando empiecen a salir- le confesará lo del suicidio inexplicable de su papá 
Aunque el muchacho ni siquiera después de años de matrimonio con ella se enterará que el hombre de la bala en la cabeza era aficionado al ajedrez, ni mucho menos, que odiaba perder.

domingo, 3 de diciembre de 2017


Lecturas

El señor Destay se paró frente a la inmensa biblioteca del centro de  Praga y sintió lo que todos...la angustia ya milenaria de cada hombre frente a la cantidad de libros que jamás podrá leer.
Respiró profundo, hizo un breve repaso de su vida y se dijo que lamentarse por tantas deudas con la literatura lo único que haría sería hacerle perder aún más tiempo, y que sus setenta y nueve años ya no le daban mucho margen. Recordó a los grandes autores de su infancia y a los que fingió conocer en las charlas con intelectuales. Daban las 19:40 y le ganó la indecisión frente a tantas opciones posibles. Supo entonces que nada era mejor que el azar. El sol se ponía tras las viejos edificios  y la gente de a poco encontraba el camino de vuelta a casa.
Se paró frente al viejo bibliotecario de la entrada, que mal humor mediante por la hora, le preguntó qué buscaba. Decidido, el señor Destay le dijo que le diera cualquier libro. El viejo levantó la vista detrás de los viejos anteojos y con un resoplido pareció volver a hacer la pregunta de rigor.
Así se mantuvieron unos instantes, hasta que el empleado decidió terminar con el asunto y lo llevó por cualquier pasillo, y sin dejar de mirarlo alzó el brazo derecho mientras tomaba un ejemplar gastado.
El hombre se lo agradeció y lo vio partir, seguramente mascullando alguna queja. Abrió el libro en una página también aleatoria y se sentó en la lúgubre soledad de la sala de lectura. Había abierto el ejemplar a la mitad de un relato, pero decidió respetar el designio del destino y se puso a leerlo en el primer párrafo de la página elegida, sin retrotraerse siquiera al principio de la historia.
Pocos minutos después asistía -azorado y atónito - a la descripción de su propia vida, a cada detalle de cada recuerdo de su infancia, a la descripción puntual de su adolescencia y juventud, de sus pensamientos y hasta sus secretos mejor guardados. Por momentos no podía siquiera respirar del susto y constató además -de un vistazo- que seguía solo en la biblioteca. Sintió terror de mirar el título del tomo, y prefirió seguir leyendo. Trató de calmarse y al rato lo invadió cierta vanidad al intuir lo que finalmente ocurrió con el libro: terminaba en la descripción de sus últimos minutos, en los que pedía un libro al azar a un empleado reticente en el medio de Praga. Ahí terminaba la historia. Luego venía el blanco, la nada misma.
Apenas tuvo tiempo de chequear la hora cuando un fuerte portazo de madera en la entrada le heló la sangre.
Se sabía encerrado, pensó que era el final y palpó intuitivamente una lapicera para -al menos- poder dar fin al relato. Tomó el primer espacio disponible en el libro pero  -para su espanto- vio que esa repentina  intención de escribir ya se había plasmado también en la página. Optó entonces por levantarse y revisar otros tomos, y confirmó que la infernal biblioteca contenía la biografía de todos los hombres, de cada hombre, desde el inicio de los tiempos, y que solo bastaba con repetir la operación del azar para asistir a la íntima historia de cada uno.
Intentó escapar, pero era tarde y la biblioteca estaba herméticamente cerrada. Nadie escuchó sus escasos gritos.
Cuando volvió al libro, casi sin aliento, estaba también descripto su reciente y cobarde intento de huir.
Destay se desplomó en el asiento y comprobó que estaba encerrado en su propia historia.
De a poco, agotado por el miedo, fue presa del sueño y terminó apoyado en el libro abierto, a modo de elemental almohada.
Al día siguiente Praga inició sus actividades habituales, al igual que la antigua biblioteca.
Todo parecía funcionar normalmente. Los lectores se acercaban y pedían sus libros. El viejo bibliotecario, de mejor humor, se los iba alcanzando.
Por un momento recordó a Destay, y de una mirada trató de indvidualizar el pasillo al que lo había llevado, pero el momento se interrumpió por el trajín habitual y tuvo que seguir atendiendo.
Pensó, eso sí, que en tantos años nadie le había pedido un libro al azar y recordó con una oscura sonrisa aquello de que siempre hay una primera vez, todo mientras se acomodaba los anteojos y anotaba sin prisa los nuevos pedidos.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Decisiones

Camino veredas abajo y ya se escuchan los últimos vapores de los barcos. El sol se cansa, como desde hace milenios, y los viejos fumadores acompañan el tintineo de las luces con sus brasas de cigarrillos incansables. 
Te recuerdo. Tu cuerpo es cada vez más perfecto en mi nostalgia. Me niego al paso del tiempo, y a la locura de la rutina cotidiana. 
Hago una pausa. Me tientan otra vez los tomos de Borges -caros, por ahora inalcanzables- en una librería exquisita que los exhibe sin pudor. 
Recreo estos minutos con algo de jazz instrumental y auriculares y me digo que quizás -en definitiva- soy éste, el que se refleja sin demora en los pocos vidrios limpios que quedan en el camino del bajo. Insisto en mi amor por las  letras, en un pasado más calmo, y el sinfín de pipas rituales que me acompañan en el monoambiente a pesar de las razonables quejas de mis vecinos. 
Descreo por ello de la otra posibilidad -por momentos casi tangible- que me asalta por las noches cuando sueño ser ese asesino múltiple del sur de Buenos Aires, de tapa de diarios, de juicios escandalosos y penas infamantes. Tampoco creo en haber escapado de la cárcel con maestría gracias al ingeniero recluso que me facilitó los planos y las coartadas y que se negó a fugarse conmigo (por melancolía o tedio). 
Y entonces otra vez tu cuerpo, los infinitos atardeceres juntos y la pelea frente al río por haberte negado una y otra vez detalles de mi pasado, por resistirme a contar lo del machete y las habitaciones sucesivas durante la masacre. Y recordar también el vestido azul pegado a tu cuerpo en medio del enojo y los insultos, mientras te ibas para siempre. Cada vez más perfecta. Cada vez más inalcanzable, como los tomos exquisitos del viejo, como todo lo que no pudo ser en mi vida y que con tanta paciencia he ido eliminando.
Me enoja lo de las pesadillas, esta especie de pasillo paralelo que me sigue a todos lados y pienso que -quizás- ya sea hora de decidirme, de ordenar un poco las cosas.
Llego a mi escritorio del tercer piso y aún a pesar del silencio nocturno no logro diferenciar las sirenas de la policía. Intuyo que aún tengo tiempo para tomar una decisión  y me concentro en este que soy, bohemio y lleno de soltería que apenas deja su oficina huye a la literatura, al encierro, a las pipas y a las tenues sirenas de los barcos. Me digo que para eso mi concentración tiene que ser profunda y constante, que no puedo dejar resquicio alguno a la otra posibilidad, y que jamás permitiré en adelante que los sueños se inmiscuyan por las noches. 
Me acerco a la cocina y guardo en una bolsa el machete y las fotos del espanto, con la tranquilidad de quien por fin se despide de todo. Respiro profundo, hago una larga pausa y bajo al basurero del edificio con mi bolsa negra  mientras veo al menos tres patrulleros acercarse. No estoy muy seguro de que se quieran detener, me concentro y vuelvo a mi decisión de la bohemia y del pasado impecable. Los autos siguen de largo y dejo la bolsa sin más, en medio de tantas otras.
Me gana una inmensa calma. Intuyo que ya es tarde para volver al río, al mismo lugar del abandono y los reproches. Resisto la nostalgia con otro poco de jazz y miro desde mi ventana cómo la policía se acerca otra vez a mi edificio pero luego de unos instantes sigue su desganado viaje hacia la nada. 
Enciendo la cuarta pipa desde la derecha, la de los jueves, y releo algún clásico inglés mientras pienso en mis ahorros, en todo lo que me queda aún para poder comprar esos tomos inalcanzables. Pienso que los veré desafiantes cada noche  en mi habitual recorrido por el bajo, en medio de pesadillas lejanas y recuerdos efímeros, entre luces mortecinas y cigarrillos, y quizás acompañado por el perfil despintado de algún patrullero que, a paso de hombre, indiferente y distante, espera su momento.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Sillón 
La escena transcurre con una cotidianeidad que al principio me engaña. 
Una mujer toca el timbre de mi departamento un domingo a la tarde y mi esposa la atiende por el balcón. Se enredan en un diálogo del cual surge que la visitante buscaba -en realidad- a quien ya no vive en esta casa: la abuela de mi esposa. Tráfico mediante, ella le explica con paciencia que su abuela falleció, que su perrita ya no vive en el departamento porque la cuida otra familia y que mejor así...que de todos modos no se preocupe porque la mujer murió en paz, que ya iba por los noventa y cinco. Yo intento leer a unos pocos metros de allí pero no dejo de notar que algún día, más temprano que tarde, alguna anciana amiga de mi esposa preguntará por ella y previsiblemente su nieta le dirá que ya no vive más allí, que una enfermedad larga, que etc, y entonces comprendo que el que ahora lee en el sillón soy yo pero que muy poco falta para que sea el esposo de la que viene, y luego el siguiente, y así hasta que alguien decida demoler el departamento y no sean posibles estos diálogos desde el balcón, que de todos modos se trasladarán a otros ambientes, otras puertas, otros protagonistas, seguramente los domingos por la tarde, que es cuando ocurren estas cosas.

domingo, 8 de octubre de 2017

Una lástima


Se me ha comunicado ayer por la noche -en un callejón  húmedo y oscuro- que el 7 de septiembre de 2013 exactamente a las 20:16, y por casi tres minutos, en todas las bibliotecas del mundo, siempre contando de izquierda a derecha y ubicados en el anaquel de abajo, el penúltimo volumen -junto con todos los demás en la misma posición- tenían la combinación de palabras exactas que explicaban implacablemente el sentido del Universo y daban la respuesta a todas las preguntas. Aparentemente, y siempre según la misma fuente, la señora Fannigan, vieja bibliotecaria de la librería de la irlandesa ciudad de Galway rompió con esa combinación milagrosa al sacar de su lugar el segundo tomo de la Historia de Catalina la Grande, y limpiarlo por enésima vez sin dejarlo en su mismo sitio. 
Una oportunidad perdida. 

viernes, 25 de agosto de 2017

Viajes

Esa última vez ya no tenía sentido ir al barrio de mi infancia. Pero no sé, andaba con el auto por las inmediaciones y no resistí la curiosidad... En cuanto llegué, la diferencia era tal que casi hubiera afirmado que esa no era mi cuadra de antaño. Encima, de noche. Todo me resultaba extraño, como fuera de foco, desplazado a un costado de mis recuerdos... El colmo fue ver un teléfono público, como señal irreversible de los nuevos tiempos, empujando para siempre al pasado a mi vieja calle de tierra, mis amigos jugando a la pelota sin atisbo alguno de tráfico, las casas circundadas con árboles incipientes, que ahora eran majestuosos y cubrían enteras las fachadas de las casas... Todo así, casi como echándome del lugar, impidiéndome reconocer los garajes y aquellas cosas por las que distinguía las casas., el color de las rejas, las cortinas de las piezas, el espacio para un pequeño jardincito en el frente y hasta los autos que identificaban con certeza a cada familia.
Mi sensación de invasor en ese lugar tenía sobrada justificación. Quise irme, pero antes me pregunté enojado porqué dejaba pasar tanto tiempo entre una visita y otra al barrio, sabiendo que la consecuencia sería el terrible impacto cada vez que me decidiera a volver... De todos modos, era tarde para cambiar mi política: el degradé de tiempos que hubiera podido aprovechar desde que me fui, se tornaba ahora inútil. Tampoco quise averiguar demasiado sobre la vida de los demás. Intuí que la mayoría de mis amigos ya no vivirían ahí,... y lo más doloroso, que para los nuevos yo era con toda razón un completo extraño.
Estacioné el auto. De cierto modo me reconcilié con el lugar sentándome en un boulevard que era común a todas las épocas. Desde ahí, poco a poco, fueron llegando a mí los recuerdos, como en suaves oleadas. Culpa de la noche, apenas pude intentar reconstruir mentalmente mi casa, que para colmo de males era una de las únicas que había sido reformada. Se me antojó eso como un mensaje del destino, una dolorosa confirmación de que, efectivamente, el tiempo había pasado de modo irreversible. Pero no me intimidé,  mi imaginación volvió a armar el frente con todo el sol de la tarde, nuestro garaje con el Peugeot 404 en la entrada y las grandes piedras ovaladas conformando una especie de valla o pequeño muro que ayudaba a un jardín en altura. El desnivel de la cuadra exigía esas cosas, y cada uno se las arreglaba para quedar bien estabilizado. Me concentré en reconstruir la ventana de mi pieza, con sus rejas negras rectangulares, sus cortinas azules. Cerré los ojos, me adiviné allí dentro, y repentinamente vino a mí la imagen de estar escribiendo un relato sobre el escritorio, pero de inmediato la acomodé a algún recuerdo más propio de esa época, como hacer los deberes o algo así. Era del todo incompatible la imagen de niño con la de escribir cuentos, pero no dejaba de notarme casi empinado sobre la silla y volcado en el papel, con la actitud de inspiración que recién dos décadas después se haría carne en mí, cuando efectivamente empezó la pasión por redactar historias.
Me disgustaba no poder controlar esa imagen. Por más que guiaba mi imaginación hacia otras cosas aledañas de mi infancia que justificaran tal postura, me fui rindiendo gradualmente a ese impulso íntimo. Entonces no pude más que levantarme. Y me dirigí con extrema cautela hacia ese niño de pulóver marrón tejido, que escribía, con decisión propia de un adulto, algo que ya me estaba intrigando. El silencio me permitió caminar con sigilo en dirección a las piedras del frente y subir al jardincito. Temí que él fuera a notar mi presencia, y me acongojaron ciertos ruidos vagamente familiares que denunciaban algún movimiento hogareño. Creo que diferencié la voz de mi mamá en el interior, como en el pasillo o la cocina. Algo como una aspiradora me sirvió para camuflar más el acercamiento, que ya era peligroso..., (me aterrorizaba la posibilidad de asustar al niño). Escuché la voz de mi mamá en un reto indefinido, que se repetía con insistencia pero que yo no alcanzaba a entender. Llegaba a mis oídos algo así como un reclamo para que saliera a jugar con los otros niños, que me dejara de estar encerrado en mi pieza, pero entendí de inmediato que yo ni siquiera atinaba a contestarle porque ya me había dado cuenta... estaba muerto de miedo por el señor que estaba a mis espaldas, observando no se qué.. Ahora sigue ahí, casi puedo percibir la respiración nerviosa, atrás mío, le veo la
sombra, mientras sólo pienso en seguir así, escribiendo, porque el grito llamando a mi mamá y a mi papá no me sale, quiero gritar fuerte y no me sale nada de la garganta, sigo sobre el papel, y ahora tengo miedo de este cuento..., toda esta historia que tantas veces intenté y que recién ahora me estaba saliendo bien, esa historia de cuando sea grande y vuelva al barrio, a visitar la cuadra una noche en auto, que ahora ya ni sé cómo seguirlo..., ya no me interesa y tengo miedo, ahí en el cuento es de noche, distinto de ahora, que es plena siesta, con los chicos jugando a la pelota, toda tranquila la cuadra, y yo con esa sensación de que hay alguien atrás mío... aunque por ahí son fantasías mías, y por eso a veces me reta mi mamá, que dice que leo mucho y después tengo pesadillas..., pero esta vez no, no me voy a mover porque sé bien que ahí atrás hay un hombre, hay alguien justo en la ventana que me mira mientras escribo, y mi mamá que me grita pero no voy a moverme de la silla, me da miedo, parece una tontera, pero yo sé que desde hace rato hay alguien en la ventana que me está mirando.

lunes, 21 de agosto de 2017

Perder

Cuando me traigan la cuenta esta historia habrá terminado. Pagaré con discreción y revisaré nuevamente las caras de los comensales del bar procurando que ninguno sospeche de mí. Sé bien que no deberían siquiera imaginar lo que he vivido, pero aún me tiemblan las manos y no quiero dejar el menor resquicio de algo anormal en mi aspecto.      
Repaso mis últimos minutos en la Clínica de la esquina y trato de garabatear en este cuaderno lo que acaba de partir mi vida en dos, así sin más. 
Héctor era uno más en la cuadra. Alguna vez incluso fuimos amigos cercanos, según recuerdo. 
Todos sabíamos que tarde o temprano conseguiría un empleo y que su vida no sería ni más ni menos que la de cualquiera de nosotros. Cierta vez me recomendó el Fausto y creo que una colección policial. Esa charla fue nuestro último contacto antes de que me fuera del barrio. Supe que anduvo un tiempo con Liliana -mucho después de que terminara mi noviazgo con ella-, de modo que decidí perdonarlo de algún modo cuando llegué a visitarlo a la Clínica. 
Mis días de periodista en San Telmo me alejaron mucho tiempo del Tigre de mi infancia y recién volví cuando me enteré del cáncer de Héctor. Ahora entiendo que también vine para reencontrarme con los de la cuadra y -quizás- saborear el gusto del triunfo cuando me preguntaran por mi vida. Pero no hubo mucho de éso, la verdad. Apenas éramos cuatro o cinco y la madre, Doña Helena, perdida siempre en sus rezos y en el diálogo casual con las vecinas que venían a darle sus condolencias. 
Los médicos eran pesimistas y el lúgubre silencio de ese nosocomio de barrio apenas si daba para insistir por la vida del pobre Héctor. De algún modo todos habíamos decidido que muriera, y que sólo era cuestión de tiempo. Su jefe, dueño de una pequeña empresa, apenas si apareció a visitarlo un par de veces. No me costó entender que ya había algo entre él y la novia de Héctor. Doña Helena incluso me lo confirmó con una mirada lacerante cierta tarde de viernes, al despedir a la novia.
El almanaque era impiadoso y me di cuenta que la enfermedad de Héctor era degenerativa cuando su rostro empezó a mutar en algo pálido, blanduzco y lleno de imperfecciones. Preferiría omitir detalles morbosos, pero también quiero que se entienda cómo a través de los días el rostro y el cuerpo de Héctor se desgajaban en algo desagradable, con escaras, por momentos inhumano. De a poco los ocasionales visitantes fueron dando excusas para dejar de ir. No quise saber demasiado de las explicaciones que cada uno ensayaba y al ver a la madre sufrir ante semejante abandono decidí esperar el final, aún a riesgo de llevarme en la retina hasta qué punto es capaz una enfermedad de terminar con alguien. Incluso me pareció notar que la propia madre venía algunas horas menos por día, pero -claro- no le dije nada.
El jueves por la noche era evidentemente el final. No había que saber mucho de medicina para entender que de ésa ya no pasaba. Me incomodó no ver llegar a la madre puntual a las 8 como cada jornada, y me resigné entonces a ver morir un hombre. Allí, en medio de una clínica de barrio, se produciría el evento más común e inevitable de la historia de la humanidad, y yo sería su único testigo. Me acomodé en el sillón viejo que me acercaron los enfermeros, me cubrí con el saco y miré por última vez a Héctor, que ya no era ni parecido a quien yo alguna vez conocí. Opté por dormitar hasta que llegara el momento irreversible y distinguí los tacos de la madre acercándose por en el pasillo, recién cerca de las 11.  Ella no quiso entrar a la habitación y entendí que ya no podía verlo así. Le hice una seña a través del vidrio sucio y me miró con la calma de quien sabe que ya todo termina. 
El primer gesto extraño de Héctor fue a las dos de la mañana. Me susurró desde su cama algo que no entendí, y si bien al acercarme logré descifrar que necesitaba que lo pusieran de costado, advertí en su cara algo parecido a un gesto nuevo, distinto, como de alguien con pómulos más anchos y cara levemente redonda. La oscuridad no me dejaba inspeccionar demasiado y lo acomodé como pedía. Luego me despertó -cerca de las cuatro- para que le alcanzara un vaso de agua. Noté su voz más firme y sin los balbuceos a los que ya nos había acostumbrado. Al pasarle el vaso se incorporó sin tanto esfuerzo, lo que al mismo tiempo me reconfortó y extrañó. Intenté avisar a la madre a través del vidrio pero constaté que dormía profundamente. Volví entonces a mi sillón especulando con que la mejora era quizás esa leve sensación de vitalidad que a veces experimentan quienes están por morir, una suerte de despedida que la naturaleza le brinda a los que agonizan. 
Recién a las seis y media desperté. La enfermera me alcanzó un té con galletitas mientras abría la ventana para dejar pasar el sol de la mañana. Se fue sin decir palabra. Con asombro confirmé que Héctor, aparentemente más repuesto, me miraba sonriente. Advertí sus pómulos grandes -ahora sí a plena luz- y junto con eso, todavía en medio de imperfecciones, ciertos rasgos que me parecían nuevos: la frente más ancha y los ojos menos separados. Me hablaba con buen ánimo, sobre todo para agradecerme que hubiera pasado la noche con él. De inmediato quise despertar a la madre pero en cuanto me asomé al pasillo noté que la mujer se había ido. Imaginaba su emoción al regresar y comprobar ver que su hijo, evidentemente, estaba mejorando. Estuve un rato en el pequeño buffet de la clínica mientras curaban a Héctor y me permití después de eso fumar en la vereda para de paso esperar a los muchachos de la cuadra. Pero al rato nadie aparecía y volví a la habitación.
Lo visitaba una mujer que hablaba con él y le tomaba la mano y a quien yo no había visto antes. Héctor seguía de mejor aspecto y aproveché un control de los médicos para preguntarles por esta recuperación. Se excusaron  con no sé qué urgencia aunque parecieron no entender bien de qué les estaba hablando. A las diez ya me preocupó la ausencia de la madre y caminé las dos largas cuadras que nos separaban de su casa, pero nadie atendió. Una vecina me confirmó que la había visto salir temprano rumbo - según creía- a la clínica, como hacía todas las mañanas desde hacía meses. Volví resignado y cuando entraba en el pasillo decidido ya a despedirme de Héctor para volver a mi trabajo noté que su habitación, además de la mujer (que parecía haber tomado control de la situación) se había llenado de amigos que yo nunca había visto. Entendí -con nostalgia- que después de la infancia uno construye una vida separada de los amigos de la cuadra, y me sentí aún más ajeno que nunca a la situación. Opté por buscar mi abrigo apoyado en el sillón y noté que Héctor, algo distante, me extendía la mano para saludarme. En ese instante advertí que su cara ya casi no era su cara, y que su voz había mutado en algo áspero y grueso, alejada por completo a la que yo le escuché toda la vida. Los amigos hicieron un silencio incómodo, y entendí que estaba de más en esa habitación. Consternado, volví a la casa de su madre pero otra vez esperé en vano que alguien me atendiera. Esta vez ni siquiera la vecina salió a aclararme nada.
Caminé confundido y asustado hasta este viejo bar, y empecé a garabatear estas pocas líneas que al menos logran calmarme un poco. 
Pido otro café y espero con paciencia ver aparecer la silueta del larga distancia que me llevará otra vez a la ciudad, a la rutina y la normalidad.  
Sé que era Héctor el de anoche. Y que lo vi agonizar durante días enteros. Sé también que en algún momento fui -junto con su madre- el que tenía autoridad en esa habitación, y que de a poco me lo sacaron todo. 
Pero estoy cansado.
Arrugaré estas hojas, que seguro terminarán en la basura antes de que tome el micro, y de a poco intentaré volver a mi normalidad.
Lamentaré todo el viaje de vuelta -eso sí- haber perdido a Héctor.