sábado, 24 de marzo de 2018

 
Inconcluso

El maestro, sorprendido, abrió los ojos ante semejante pregunta sobre su obra. Pidió que el ocurrente se levantara y aprovechó para tomar agua. Estaba cansado, repentinamente nervioso y las luces del escenario lo molestaban.

- Repita lo que dijo- se enojó.

El clima en la enorme sala se tensó pero el de la pregunta no se amilanó y volvió a arremeter como si nada ocurriera. Los de la mesa académica se incorporaron molestos en sus sillas y los de seguridad se cruzaron miradas pensando que en cualquier momento tendrían que sacar al impertinente de allí. 
El silencio era atroz. Sobre las últimas filas se escuchó una risa nerviosa o quizás el tosido de alguien.
Ceremoniosamente el maestro dejó el vaso sobre la mesita y miró fijo a su inquisidor. Pero era tiempo de una respuesta clara y directa, sin más rodeos. Sintió en lo más íntimo que toda su carrera se caía a pedazos porque lo habían puesto en evidencia justo en una de sus conferencias más esperadas. Toda la prensa estaba allí. 
Balbuceó entonces algo que no conformó a nadie y que sabía que sería blanco de críticas feroces al otro dia. Comenzaron los rumores en la sala. 
Apenas podía distinguir a su interlocutor entre tanta luz y flashes, pero en un momento de lucidez sospechó aquello de la ya remanida trama donde el personaje escapa de su relato para destruir al propio autor. Dedujo entonces que el borrador a medio terminar que había dejado en el hotel era el origen de todo y que el asesino desalmado -que ya tenía nombre y estaba armado en el último párrafo que alcanzó a escribir- ocupaba ya un lugar en la sala y le hacía la pregunta incómoda que lo había dejado en ridículo. 
Incluso tuvo tiempo de recordar -justo antes del certero disparo en la sien- que lo había dotado de una sola bala, y de la orden inapelable de darle a ese metal un buen destino.      

lunes, 12 de marzo de 2018



Semáforo

Los dos sabemos que es imposible, que tendremos como mucho 20 segundos para programar todo, para imaginar lo que hubiera sido, el desastre en los matrimonios, el costo a pagar, la locura del romance, el miedo a que todo en definitiva se diluya y que tengamos que volver a nuestros hogares. Apenas han pasado 5 de esos segundos y ya te adivino el pelo -que te arreglás suavemente- la disposición de tus delicadas manos en el volante y quizás (no lo sé aún) una mirada incipiente hacia mí. Trato de acomodarme en el asiento para dar impresión de fortaleza y seguridad y me aseguro en el espejo retrovisor -al menos- no estar despeinado. Me cercioro de que no lleves niños atrás y apenas suelto el freno para que avance mi auto y tener mejor ángulo. Confirmo que debajo de tu camisa hay un cuerpo aún joven y trato de disimular la mirada. Ya pienso en las charlas con mis hijos, en cómo explicarles que todo empezó en un semáforo, uno de tantos perdido en la ciudad y en medio de la rutina de un miércoles gris. Ellos se enojarán conmigo por dejarme seducir así y tirar todo una familia por la borda. Entonces enderezo el brazo y lo pongo firme en el volante, y así espero los diez segundos que quizás nos queden para la despedida. Pero en ese momento veo que sí, que efectivamente estás con tus ojos en mí y otra vez me ganan los nervios y la inseguridad. Apenas si puedo devolverte la mirada, que no debería pasar de un gesto educado y cordial, pero de a poco comprendo que la sostenés más de lo normal y un ardor incipiente me recorre todo el cuerpo. Intuyo entonces las primeras citas, el viaje a Paris, todo a escondidas, la infinidad de excusas inventadas, el recelo de nuestras parejas y todo así, hasta que en un café perdido nos ve una amiga de tu hija y todo se va al diablo, y llegan los reproches y las culpas. Sólo quedan cinco segundos. El semáforo implacable marca el final y los dos sabemos que esa mirada puente que se mantuvo mucho más de lo normal se transformará en el movimiento de cuello que alguno de los dos deberá hacer para fijar la vista adelante y detener toda esta locura, los divorcios, la clandestinidad, porque será un miércoles gris y de rutina pero no hay nada como la tranquilidad de la llave en la puerta y la calma previsible de la casa, mientras el verde llega puntual y ahora sí, los aceleradores cumplen su destino fatal apenas veinte segundos después de una vida de locura.

viernes, 9 de marzo de 2018



Diálogo


Millones de años después dos seres se conectan en un lugar perdido del Universo. Uno de ellos le comenta que quizás en un lejanísimo sistema solar (como tantos otros que ha conocido) haya habido un planeta con vida, pero evidentemente todo se desintegró, incluso el sol, y ya no quedan rastros de nada. Mientras el otro asiente ambos buscan otro tema de conversación porque saben que tienen poco tiempo en esas charlas cósmicas, y no quieren perder la oportunidad de abordar cuestiones más interesantes.

lunes, 5 de marzo de 2018

La orden



El tiro fue seco, al corazón. De inmediato el viejito cerró los ojos. Tenía la boca apenas abierta, y casi no se quejó.

Las botas del asesino sonaron duras y pesadas. El sol se ponía, y el frío lo ganaba todo en aquel rancho perdido en la pre cordillera.

Fue una muerte gradual, silenciosa. Don Juárez no dudó en demorar su partida unos veinte minutos hasta asegurarse que lo había mandado para el otro lado. A pesar de la sed atroz, decidió por respeto no ir a buscar agua mientras lo veía morirse. No es de señores ocuparse de otras cosas cuando un hombre fallece. Decidió venerar de pie esos minutos.

El caballo se incomodó cuando lo vio aparecer, en una especie de extraño relincho. Don Juárez lo montó algo nervioso, a pesar de sus años de experiencia. Se secó la frente, respiró profundo y de un golpe preciso obligó al animal a iniciar la marcha de regreso.

La orden recién cumplida le nublaba la mente. No podía creer que lo había matado, pero a la vez seguía sin dar crédito a la historia que alcanzó a balbucear el viejito, de modo que por momentos, en la larga vuelta, se jactaba de no haberse dejado convencer, y cierto orgullo de militar eficiente le llenaba el pecho.

Todavía tenía gusto a tinto en la boca y para borrarlo prendió un puro. No quería parecer desgreñado en su reunión con el Superior, y si todo salía bien era probable ganar un ascenso o al menos una jubilación para vivir tranquilo los últimos años.

Resonaron en su interior algunas frases del General días atrás: “No quiero demoras..., Juárez, ni historias raras ni lloriqueos. Entra al rancho y me lo liquida sin vueltas. Ese tipo es peligroso y la patria se lo agradecerá algún día. En la pulpería le dan el pago que hablamos y acá no pasó nada... Vamos, Juárez..., rápido. La orden viene de arriba y están nerviosos porque me he demorado unos días en encontrarlo a usted.”

Sólo dos lunas pasaron hasta que la noticia inundó el pueblo y las viejas empezaron con las conjeturas y los chismes. Es cierto que el pobre viejito bajaba poco a la pulpería, pero cuando lo hacía, parco y silencioso, algunos rastros de militar de rango -que dejaba ver su vestimenta sucia-inspiraban en la gente respeto, o quizá miedo.

 Los días pasaban. Cada vez más se recluía en la soledad de su hogar sin otra ocupación que un rato de lectura o algún whisky por las noches. Sin duda, su última misión era evitar la curiosidad de saber a quién diablos había matado, y porqué. Una batalla contra sí mismo que debía ganar cada día. De algún modo el General se lo había advertido con ese “y olvídese del asunto, Juárez”, que por las noches rebotaba entre las paredes de su pieza. Ni siquiera podía intuir de quién se trataba, pero por las facciones del que dio la orden y el clima enrarecido del Cuartel aquella tarde, era evidente que estaban cortando el queso grande. Se sabía parte de una operación importante, y sin embargo no podía siquiera acercarse al nombre de su víctima.

Los años hicieron un lento trabajo en la mente y el corazón de Juárez. El dinero cobrado le sirvió de mucho, y bien administrado logró rendir sus frutos. Todo parecía cerrar en su mente de militar en ocaso: ayudar a la patria en decenas de batallas y liquidar a un viejo solitario sin que nadie sospechara de él en el pueblo..., vivir cómodamente su última etapa y ser reconocido en toda la Provincia como un gran hombre de armas.

El destino fue piadoso con él y se lo llevó de este mundo en medio de esa paz que sólo logran las preguntas silenciadas a tiempo.

La alcurnia y tradición  que Mendoza reconoció a los Juárez fue bien llevada por todas las generaciones de la familia, hasta nuestros tiempos. Y el orgullo por sus antepasados llevó a uno de ellos, médico y aficionado a la historia, a rastrear su linaje hasta dar con Don Juárez y sus proezas patrióticas. Cumplía en verdad con un racconto que el diario de la ciudad le pidió sobre su antepasado ilustre. Invirtió casi una semana en la tarea y redactó un minucioso informe de todo cuanto pudo recabar. Con cierta vanidad lo entregó para su publicación. Sólo le quedaron por leer un par de libros que juzgó menores, casi perdidos al final de la biblioteca familiar. Uno de ellos, que le denunciaba su memoria infantil, recopilaba curiosidades y leyendas populares. Recuerda con nitidez haber escuchado a su abuela leerle una y otra vez las historias. Eran versiones extrañas. La que más le intrigaba era aquella de que en la nómina oficial de bajas de la Batalla de San Lorenzo no aparecía ningún Sargento Cabral, lo cual resultaba muy llamativo por haber sido su más célebre mártir. Su abuela le condimentaba el relato diciendo que las viejas del campo completaban la historia de Cabral en las noches de fogón. Decían que lo encontraron malherido, pero por sucias intrigas militares y envidias de dudoso origen, lo obligaron a esconderse en la montaña. La condena al destierro era de por vida, y bajo promesa de no develar jamás su identidad. Amenazas terribles le aseguraban la seriedad de la orden. No mucho tiempo después, parece, alguno que tomaba decisiones no quiso más incertidumbre. Y, según cuenta la leyenda, una tarde de invierno lo mataron a sangre fría.

viernes, 23 de febrero de 2018

Chess

El anonimato de los juegos por internet... el impulso de un partido de ajedrez a la mañana sabrá Dios contra quién, alguien que enciende su notebook a no muchas cuadras de allí, pensando que quizás está jugando contra uno de Finlandia o de París. Pero no, resulta que la casualidad los ha encontrado en el éter del ciberespacio pero comparten la panadería del barrio, y a veces los pocos estacionamientos de la zona. Ahora empieza la partida, y el hombre entrado en años sabe que una victoria será su única alegría en todo el día, porque las cosas en su casa no andan bien y con la esposa no se hablan desde hace tiempo. El de la notebook en cambio, sin muchas lides en el ajedrez juega relajado desde su cama mientras ve cómo sale el sol y termina su café. Extrañamente, el hombre entrega la dama en una movida inocente y llena de impericia. El chico aprovecha y lo acorrala. Sabe que será difícil salir de esa encerrona para su rival y le da otro sorbo despreocupado al café. 
Todo se desmorona. El hombre intuye que en poco tiempo le darán mate y que ha sido su culpa. No se permite el error, como tampoco se permite esa vida llena de nada, de rutina, de silencios insoportables. Sabe en su intimidad que algo ha terminado para siempre. Tres jugadas después ha caído vencido irremediablemente ante un principiante que -no muy lejos de allí- se prepara para su paseo en bicicleta de todas las mañanas y hasta considera averiguar más sobre el ajedrez ahora que ha vencido a su rival anónimo con tanta facilidad. 
Ninguno de ellos sabe que ha jugado el partido de su vida.
Mientras sube a la bicicleta el joven cree escuchar un disparo a pocas cuadras, justo ceca del recorrido que hace a diario, y se apura para curiosear. Sabe además que queda por allí la casa de esa morocha inalcanzable que todas las tardes lo ve pasar mientras pasea al gran danés. La ha visto entrar a esa pequeña mansión más de una vez, aunque ahora las ambulancias y los patrulleros le impiden ver si la que llora en brazos de su madre es ella o alguna otra. No sabe -por ahora- que por un buen tiempo no la verá, pero que una tarde la notará triste sentada junto a su perro, se animará a hablarle con alguna excusa y ella -recién cuando empiecen a salir- le confesará lo del suicidio inexplicable de su papá 
Aunque el muchacho ni siquiera después de años de matrimonio con ella se enterará que el hombre de la bala en la cabeza era aficionado al ajedrez, ni mucho menos, que odiaba perder.

domingo, 3 de diciembre de 2017


Lecturas

El señor Destay se paró frente a la inmensa biblioteca del centro de  Praga y sintió lo que todos...la angustia ya milenaria de cada hombre frente a la cantidad de libros que jamás podrá leer.
Respiró profundo, hizo un breve repaso de su vida y se dijo que lamentarse por tantas deudas con la literatura lo único que haría sería hacerle perder aún más tiempo, y que sus setenta y nueve años ya no le daban mucho margen. Recordó a los grandes autores de su infancia y a los que fingió conocer en las charlas con intelectuales. Daban las 19:40 y le ganó la indecisión frente a tantas opciones posibles. Supo entonces que nada era mejor que el azar. El sol se ponía tras las viejos edificios  y la gente de a poco encontraba el camino de vuelta a casa.
Se paró frente al viejo bibliotecario de la entrada, que mal humor mediante por la hora, le preguntó qué buscaba. Decidido, el señor Destay le dijo que le diera cualquier libro. El viejo levantó la vista detrás de los viejos anteojos y con un resoplido pareció volver a hacer la pregunta de rigor.
Así se mantuvieron unos instantes, hasta que el empleado decidió terminar con el asunto y lo llevó por cualquier pasillo, y sin dejar de mirarlo alzó el brazo derecho mientras tomaba un ejemplar gastado.
El hombre se lo agradeció y lo vio partir, seguramente mascullando alguna queja. Abrió el libro en una página también aleatoria y se sentó en la lúgubre soledad de la sala de lectura. Había abierto el ejemplar a la mitad de un relato, pero decidió respetar el designio del destino y se puso a leerlo en el primer párrafo de la página elegida, sin retrotraerse siquiera al principio de la historia.
Pocos minutos después asistía -azorado y atónito - a la descripción de su propia vida, a cada detalle de cada recuerdo de su infancia, a la descripción puntual de su adolescencia y juventud, de sus pensamientos y hasta sus secretos mejor guardados. Por momentos no podía siquiera respirar del susto y constató además -de un vistazo- que seguía solo en la biblioteca. Sintió terror de mirar el título del tomo, y prefirió seguir leyendo. Trató de calmarse y al rato lo invadió cierta vanidad al intuir lo que finalmente ocurrió con el libro: terminaba en la descripción de sus últimos minutos, en los que pedía un libro al azar a un empleado reticente en el medio de Praga. Ahí terminaba la historia. Luego venía el blanco, la nada misma.
Apenas tuvo tiempo de chequear la hora cuando un fuerte portazo de madera en la entrada le heló la sangre.
Se sabía encerrado, pensó que era el final y palpó intuitivamente una lapicera para -al menos- poder dar fin al relato. Tomó el primer espacio disponible en el libro pero  -para su espanto- vio que esa repentina  intención de escribir ya se había plasmado también en la página. Optó entonces por levantarse y revisar otros tomos, y confirmó que la infernal biblioteca contenía la biografía de todos los hombres, de cada hombre, desde el inicio de los tiempos, y que solo bastaba con repetir la operación del azar para asistir a la íntima historia de cada uno.
Intentó escapar, pero era tarde y la biblioteca estaba herméticamente cerrada. Nadie escuchó sus escasos gritos.
Cuando volvió al libro, casi sin aliento, estaba también descripto su reciente y cobarde intento de huir.
Destay se desplomó en el asiento y comprobó que estaba encerrado en su propia historia.
De a poco, agotado por el miedo, fue presa del sueño y terminó apoyado en el libro abierto, a modo de elemental almohada.
Al día siguiente Praga inició sus actividades habituales, al igual que la antigua biblioteca.
Todo parecía funcionar normalmente. Los lectores se acercaban y pedían sus libros. El viejo bibliotecario, de mejor humor, se los iba alcanzando.
Por un momento recordó a Destay, y de una mirada trató de indvidualizar el pasillo al que lo había llevado, pero el momento se interrumpió por el trajín habitual y tuvo que seguir atendiendo.
Pensó, eso sí, que en tantos años nadie le había pedido un libro al azar y recordó con una oscura sonrisa aquello de que siempre hay una primera vez, todo mientras se acomodaba los anteojos y anotaba sin prisa los nuevos pedidos.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Decisiones

Camino veredas abajo y ya se escuchan los últimos vapores de los barcos. El sol se cansa, como desde hace milenios, y los viejos fumadores acompañan el tintineo de las luces con sus brasas de cigarrillos incansables. 
Te recuerdo. Tu cuerpo es cada vez más perfecto en mi nostalgia. Me niego al paso del tiempo, y a la locura de la rutina cotidiana. 
Hago una pausa. Me tientan otra vez los tomos de Borges -caros, por ahora inalcanzables- en una librería exquisita que los exhibe sin pudor. 
Recreo estos minutos con algo de jazz instrumental y auriculares y me digo que quizás -en definitiva- soy éste, el que se refleja sin demora en los pocos vidrios limpios que quedan en el camino del bajo. Insisto en mi amor por las  letras, en un pasado más calmo, y el sinfín de pipas rituales que me acompañan en el monoambiente a pesar de las razonables quejas de mis vecinos. 
Descreo por ello de la otra posibilidad -por momentos casi tangible- que me asalta por las noches cuando sueño ser ese asesino múltiple del sur de Buenos Aires, de tapa de diarios, de juicios escandalosos y penas infamantes. Tampoco creo en haber escapado de la cárcel con maestría gracias al ingeniero recluso que me facilitó los planos y las coartadas y que se negó a fugarse conmigo (por melancolía o tedio). 
Y entonces otra vez tu cuerpo, los infinitos atardeceres juntos y la pelea frente al río por haberte negado una y otra vez detalles de mi pasado, por resistirme a contar lo del machete y las habitaciones sucesivas durante la masacre. Y recordar también el vestido azul pegado a tu cuerpo en medio del enojo y los insultos, mientras te ibas para siempre. Cada vez más perfecta. Cada vez más inalcanzable, como los tomos exquisitos del viejo, como todo lo que no pudo ser en mi vida y que con tanta paciencia he ido eliminando.
Me enoja lo de las pesadillas, esta especie de pasillo paralelo que me sigue a todos lados y pienso que -quizás- ya sea hora de decidirme, de ordenar un poco las cosas.
Llego a mi escritorio del tercer piso y aún a pesar del silencio nocturno no logro diferenciar las sirenas de la policía. Intuyo que aún tengo tiempo para tomar una decisión  y me concentro en este que soy, bohemio y lleno de soltería que apenas deja su oficina huye a la literatura, al encierro, a las pipas y a las tenues sirenas de los barcos. Me digo que para eso mi concentración tiene que ser profunda y constante, que no puedo dejar resquicio alguno a la otra posibilidad, y que jamás permitiré en adelante que los sueños se inmiscuyan por las noches. 
Me acerco a la cocina y guardo en una bolsa el machete y las fotos del espanto, con la tranquilidad de quien por fin se despide de todo. Respiro profundo, hago una larga pausa y bajo al basurero del edificio con mi bolsa negra  mientras veo al menos tres patrulleros acercarse. No estoy muy seguro de que se quieran detener, me concentro y vuelvo a mi decisión de la bohemia y del pasado impecable. Los autos siguen de largo y dejo la bolsa sin más, en medio de tantas otras.
Me gana una inmensa calma. Intuyo que ya es tarde para volver al río, al mismo lugar del abandono y los reproches. Resisto la nostalgia con otro poco de jazz y miro desde mi ventana cómo la policía se acerca otra vez a mi edificio pero luego de unos instantes sigue su desganado viaje hacia la nada. 
Enciendo la cuarta pipa desde la derecha, la de los jueves, y releo algún clásico inglés mientras pienso en mis ahorros, en todo lo que me queda aún para poder comprar esos tomos inalcanzables. Pienso que los veré desafiantes cada noche  en mi habitual recorrido por el bajo, en medio de pesadillas lejanas y recuerdos efímeros, entre luces mortecinas y cigarrillos, y quizás acompañado por el perfil despintado de algún patrullero que, a paso de hombre, indiferente y distante, espera su momento.